Lávame
en tu
sangre
Salvador
El legado teológico de los
himnos de mi infancia.
El cristiano está seguro de la eterna salvación de su alma, y abraza constantemente una gracia que le ha perdonado todos sus pecados, pasados, presentes y futuros, sin embargo nunca pierde un espíritu de arrepentimiento, por lo tanto, siempre clama:
¡Lávame en tu sangre, Salvador y límpiame de toda mi maldad!
Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes. (Efesios 6:12)
Y asi también conocemos esta parte de las Escrituras que dice:
Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros.
¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?.
(Romanos 7:22-24).
Por lo tanto en nosotros siempre debe haber un deseo continuo de ser lavados en su sangre porque aunque Dios perdonó todos nuestros pecados; no obstante, en nosotros queda un anhelo vehemente de estar siempre
siendo lavados por esta sangre preciosa que nos ha emblanquecido y nos permite presentarnos a la presencia de un Dios Santo.
Parábola del fariseo y el publicano
Dos hombres subieron al templo a orar: uno era fariseo, y el otro publicano.
El fariseo, puesto en pie, oraba consigo mismo de esta manera: Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano; ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano.
Mas el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador.
Os digo que éste descendió a su casa justificado antes que el otro; porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será enaltecido. (Lucas 18: 9-14).
Lávame más y más de mi maldad,
Y límpiame de mi pecado. Porque yo reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mí. He aquí, en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre. (Salmo 51).