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¿Soy un esclavo atemorizado
o un hijo amado
y perdonado?

Por Samuel Santiesteban

El apóstol Pablo nos presenta un profundo contraste entre los conceptos de esclavo e hijo. En un lenguaje propio de la época escribe: “Entre tanto que el heredero es niño, en nada difiere del esclavo, aunque es señor de todo; sino que está bajo tutores y curadores hasta el tiempo señalado por el padre.

 

En tales tiempos, el niño (heredero), tenía solamente derechos que eran muy similares a los de un esclavo. Hasta que cumpliese cierta edad, y fuese considerado, no solo heredero sino también señor, y patrón de otros. Nosotros bajo la ley (siendo niños con herencia) estábamos confinados en los derechos de nuestra propia libertad.

 

Es una paradoja de sentimientos mezclados que dice “soy heredero, pero todavía no”. Escogidos desde antes de la fundación del mundo, (Efesios 1:4; Romanos 8:29); pero con desconocimiento pleno de esta nueva libertad e identidad con la que Cristo nos hizo libres.

Así también nosotros, cuando éramos niños, estábamos en esclavitud bajo los rudimentos del mundo.

 

Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos.

 

Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre!

El niño heredero, estaba bajo el tiránico tutor de la ley, la cual no determina para nada su herencia. Sino que (la ley) como tutor o curador, ha de llevarnos durante nuestra niñez y adolescencia (en el cumplimiento del tiempo) al encuentro glorioso con la Gracia de Jesucristo.

 

Muchos hombres de Dios, no son impactados por Su Gracia hasta que la ley los consume en verdad. Dios tiene que humillarnos para poder salvarnos. Nunca se saborea la gracia de Dios hasta que el pecado no agobie en sobre manera.

 

Tampoco nosotros sabremos que hacer con la libertad que nos confiere la gracia divina. Tantos años bajo el yugo cruel de la ley han producido heridas, iras reprimidas, sentimientos de culpabilidad, indignación y rebeldías. Todo ello nos ha conducido (a muchos) a una interpretación desordenada y confusa de nuestra libertad en Cristo por lo tanto necesitamos una aceptación de la ley de Dios dentro del marco de una nueva perspectiva de la gracia infinita.

Afrontamos el reto de vivir una vida de obediencia para Dios no por el peso de nuestros propios esfuerzos, sino por dejar fluir el esfuerzo de la obra de Cristo en nosotros. 

 

No es un hincapié en un moralismo religioso, sino que es el descanso sincero y por completo en la obra consumada por Cristo en la cruz del Calvario.

Hagamos un ejemplo terrenal para tratar de entender una idea del cielo. Una familia cristiana, madura y fiel. Ha estado educando a dos hijos, a través de grandes esfuerzos y desafíos. Llega el momento que ambos chicos alcanzan la preciosa edad de 19 años. Los padres deciden enviarlos a distintas universidades, las cuales se encuentran muy distantes de su pueblo natal.

 

Uno de estos jóvenes, al convivir en los recintos universitarios se dice a sí mismo: “Ha llegado la anhelada hora de mi libertad, he de hacer todo cuanto me dé la gana. Voy a vivir una vida liberal y lejos de la supervisión asfixiante de mis padres. Punto, ha llegado mi oportunidad.”

Mientras que el otro estudiante dice para sí: “En las vivencias de esta universidad no estaré más bajo la supervisión de mis padres; pero mi libertad comienza a ser una realidad, mas no usaré esta para vanagloria y hacer cuanto me plazca. Haré de mis estudios y de mi carrera universitaria algo de lo cual puedan gloriarse mis padres. Esto lo haré, por todo el amor, la entrega, la amistad y el compañerismo que ellos me brindaron durante muchos años de mi vida”.

 

Esta sencilla analogía terrenal muestra el misterio de una gracia celestial. Es el poder transformador que me hace obedecer y desear cumplir la ley, sólo para glorificar al Padre que me rescata, me libera, me hace hijo y me invita a morar en su casa. (Romanos 8:17). 

Estar en comunión con el Padre es sentir su adopción plena. En la medida que más disfrute su gracia más podré saborear la obra consumada y más bella que el Calvario conlleva. La cruz, símbolo eterno de la cristiandad entera es la entrega total al sufrimiento y la humillación de nosotros, también como cristianos, para lograr la gloria más eterna.

De mi propio corazón, arribo a la conclusión que: Yo tampoco sé, qué hacer con la libertad con que Cristo me ha hecho libre. Mas he de ir reflexionando en la paz que la obra de su cruz me entrega. Dejaré que Dios siga trabajando en mi vida para manejar mi propia libertad cristiana a Su manera.

¡Que sea Su Obra, mi descanso! ¡Que sea su perdón en la cruz un río de Agua Viva que fluya en mi alma siempre! y que de alguna manera un haz de luz divina mi alma pueda reflejar a otros.

Pregunta reflexiva

¿Habré hecho un alto en mi vida para encontrar el descanso que el Calvario conlleva

o sigo batallando para ser amado por Dios a mi manera? 

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